Es habitual escuchar historias de personas que viven esperando a que alguien les pida perdón. También puede que ya hayan asumido que eso nunca ocurrirá, y aun así mantienen ese sentimiento dañino dentro de ellos.
Lo que a menudo se olvida o se ignora es que el verdadero perdón nunca vendrá de fuera, sino que ha de nacer de uno mismo. Lo más complicado no es perdonar a otros, sino perdonarnos a nosotros mismos.
Perdonar no significa olvidar lo que ha pasado: en los momentos más dolorosos es precisamente donde mejor nos conocemos.
Pero quedarse anclado a ese dolor y rememorarlo con frecuencia no nos ayuda a sanar, sino todo lo contrario: mantiene la herida abierta.
Aprende a transformar el dolor
Independientemente de lo que ocurriera en el pasado, cada uno tenemos el poder de transformar ese dolor y aprender de la experiencia.
Es importante tomar conciencia de que esa rabia que sientes te hace más daño a ti que al otro. La persona que te causó el dolor puede estar arrepentida o no, pero eso no cambia tu situación.
Guardar rencor es como agarrar un carbón en brasa: el que se quema eres tú.
Para llegar a recordar lo sucedido sin que duela, para aceptarlo como una etapa más de este juego de la vida, tenemos que vivir el perdón más como una decisión que como un sentimiento.
Cuando decides perdonar o perdonarte por algo, estás abriendo las puertas de tu propia prisión; estás dejando paso a la liberación que supone deshacerse de un peso enorme que no te deja avanzar.
Date permiso para expresar libremente lo que sientes: saca la rabia, la ira, el enfado que llevas por dentro. Puedes escribir una carta, gritarlo en voz alta, hablarlo con alguien de confianza y soltar, soltar, soltar.
Cuando sientas que no te queda nada dentro respecto a ese asunto, decide firmemente acceder al perdón.
Te recuerdo que el perdón es un camino unidireccional, de dentro hacia fuera, que no necesitas ni siquiera que el otro lo sepa.
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